Carlos estaba apoyado en una empalizada, el sudor le chorreaba por su pescuezo de púber casi hombre, tenía diecisiete, eran las dos de la tarde y se empinaba una caja de vino tinto que estaba apunto de hervir, casi vinagre; lo tragaba igual. Estaba solo, parado a un costado del riel atragantándose con el líquido que ya casi se evaporaba al interior de un envase tetra pack. Sus dientes violetas, espumeaban el brebaje, la saliva, el mareo, el hígado… no le importaba. Masticaba la cajita mientras veía como las lagartijas, las culebras y todas las alimañas del mundo corrían a tomar sol sobre las piedras. Estaba alcohólico y lo sabía, no pasaba los dieciocho y no podía dejar de beber, era el karma de su familia, de su barrio, de su vida. Padre alcohólico, abuelo alcohólico, no había razón para que él fuese distinto. Su cara ya tenía esa tonalidad rosa que se adquiere con la bebida, su piel exhalaba los vapores etílicos. A veces olvidaba cosas, se excusaba pensando en que había cosas que era mejor no recordar.
Estaba ahí parado viendo como el tiempo se detenía entre las rocas y las zarzas mientras el sol allá arriba, quemando, se encargaba de hacer arder el hierro infinito de la línea. En ocasiones cuando estaba muy borracho ponía su frente contra el metal ardiente para sentir ese calor punzante que lo hacía volver a tierra, un segundo de lucidez para volver a empinar la caja, para sumergirse una vez más. No había dolor, no había resaca, simplemente dejaba la cabeza ahí puesta hasta sentir que la aguja inmensa le comenzaba a perforar la sien, así lentamente… despacio. Entonces podía sentir la sangre arder en sus ojos mientras el sudor corría por sus tiesos cabellos negros, era casi como aguantar la respiración bajo el agua, uno, dos tres… y así hasta completar cincuenta, su record. Un minuto de conciencia para ver como se encontraba varado ahí a la orilla de la línea del tren esperando por Miguelito que prometió estar a las cinco como siempre, para beber con él, para reír, para asolearse como lagartos… como serpientes. La verdad es que no había mucho más que hacer, en un pueblo de viejos, donde los que pudieron se largaron a la capital y los que quedaron mastican la rabia por no haberse marchado.
Una hora de tormento en la que los pensamientos se le agolpaban en la cabeza. Nunca fue muy listo, no hay que serlo para pensar. Su rutina era así:
Despierta cada tarde a eso de las dos, entre el calor y el llanto del hijo bastardo de su hermana menor. La cabeza le da vueltas y el estómago se le contrae, su pieza de 2 x 3 se ha vuelto un horno, las sábanas que no cambiaba desde el verano anterior están húmedas de sudor, mira el póster de Gillian Anderson que tiene clavado en el muro de cholguán, mientras estira los brazos y piernas, siempre quiso ser mas alto, y cree ciegamente que estirándose por las mañanas terminará por crecer un par de centímetros más. En calzoncillos camina por su casa, coge el control remoto que está tirado, saluda a su abuela, discute con su hermana. Le recuerda que es una puta y que el huacho que llora es hijo de su primo hermano, Jonny, a quien estuvo a punto de matar a golpes cuando supo que la había preñado.
– Tienes suerte que no te salió mongólico
– Y tú, tienes suerte de que aún te aguanten en la casa vago- el niño chilla aun más
– Cállate hueona, a la que van a echar por zorra es a ti
Enciende el televisor, mira todos los canales y se olvida de su hermana, del llanto y de la artritis de la abuela, la vida es tan linda en los comerciales. Dos pasos más, abre el refrigerador, toma la margarina y el descolorido jugo de guinda, bajo en calorías rico en amarillo crepúsculo, bebe hasta chorrearse, hasta acabar con la última gota, hasta que la lengua los dientes y todo lo demás se le ha vuelto color guinda, llena sus pulmones con aire y escupe fascinado, contemplando como la saliva también se ha teñido violeta.
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