Y Miguel llegó en bicicleta, pedaleando rajado por la calle de tierra, traía sed, y no quería llegar tarde a su cita con los ocho grados del tinto en caja, que lo esperaban al otro lado de la línea. Saludó a Carlos, tiró la bicicleta sobre la maleza y se vio su antebrazo chamuscado. Nunca cicatrizó bien, por más que le hicieron tratamiento, por más que la abuela le echó aceite de rosa mosqueta; su brazo lucia horrible. Se lo quemó cuando chico, a los siete, jugando en la cocina, mientras su madre miraba las telenovelas mexicanas. El niño quiso trepar como el hombre araña y terminó dando vuelta el lechero donde hervían los huevos cocidos para el almuerzo. Se quemó el pecho y el brazo izquierdo. Gritó tan fuerte que todos en la cuadra lo sintieron chillar. Cuando uno se quema arde hasta en el alma, y miguelito tuvo quemaduras grado tres o cuatro o cinco. Su piel quedó roja un momento y luego las empollas tremendas lo cubrieron casi entero. Tres años yendo a Coaniquem. Conoció Santiago, anduvo en metro y usó escaleras mecánicas. Viajó sagradamente con su abuela, con su tía y con su madre, sagradamente, dos veces por mes. Le pusieron vendajes elásticos y gasa; curación y emulsionado, pero su piel nunca mejoró, se dañó los vasos, dijo el doctor.
- Trae pa’ acá- le quitó la caja a Carlos, y comenzó a beber bajo el sol que ardía, para ellos y nosotros, aquella tardecita de verano. Se sentaron.
Miguel sacó un paté de su bolsillo, lo perforó de un mordisco y se echó en el dedo.
-Me lo pelé del negocio del viejo Chito, me lo cagué pulento al viejo.
- Le podrías haber sacado un pancito también- dijo Carlos, y comenzó a chupar directamente del envase.
-No seai chancho culiao, ni ahí con comer babas tuyas. Le quita el paté
- Ya me las comiste cuando te agarraste a
Lo cierto es que ambos habían estado con las mismas mujeres; al mismo tiempo, en las mismas fiestas, días antes o meses después. La oferta femenina en el pueblo, era escasa, así que no había problema en terminar acariciando las mismas entrepiernas, bebiendo de los mismos labios, compartiendo la saliva en ese circuito reducido de las relaciones púberes, que sólo la gente que ha vivido en pueblitos huachos puede conocer. Lo que no perdonaba Carlos, era que Miguel se haya acostado con su prima santiaguina, nunca se lo dijo, aún cuando estuvo varias veces apunto de golpearlo por aquello. Siempre la quiso. Tardes de verano completas bañándose en el riachuelo del pueblo habían provocado en Carlos un sentimiento parecido al amor. Sufrió, sinceramente, con cada despedida hacia el final del verano. Su prima se iba y él se quedaba masticando la rabia por no poder irse con ella, contando los días para poder volverla a ver. Y su prima volvía y en él interior de Carlos la devoción resistía intacta, en lo profundo de su corazoncito de niño, que se aceleraba cada vez ella lo abrazaba en el río para que él la llevase al apa. Eso, su prima volvía siempre, hasta el verano en que apareció Miguel.
El torso de Miguel estaba ciertamente deformado por las quemaduras que sufrió cuando niño, y en sus rasgos no había nada que lo hiciera destacar como un hombre atractivo; quizá sus ojos altaneramente verdes, sin embargo poseía un extraño encanto, una facilidad insólita para encamarse con cuanta lolita santiaguina osaba aparecer por L***, y la prima de Carlos no fue la excepción. Tardó tres días en tomar lo que su amigo deseó por años. La hizo suya bajo los sauces que crecen junto al río, escondidos tras las espinas de un matorral, a la hora en que todos lo bañistas ya se han ido y el sol mengua tras los cerros del Oeste. Esa fue la primera vez. La segunda fue en su cuarto, mientras sus padres trabajaban en la cosecha de manzanas. La clavó una tarde entera; contra el muro; contra el piso; como perros; ella arriba; saliva/pubis; boquita/olor. Luego, amablemente la fue a dejar hasta la casa de su amigo, se despidieron con un beso en la cara. La tercera y última, cuatro días después, fue en la casa de Carlos, en la pieza de Carlos, en el colchón de una plaza, entre los tabiques de cholguán y la ropa sucia del primo huaso. Carlos los espió a través del mismo orificio con el que miraba a su hermana cuando se acostaba con Jonny, su primo. Pero esta vez no hubo reacción, Carlos se quedó viéndolos boquiabierto, sin poder quitar la mirada, revolcándose, en su mente, con los dos; penetrándola a ella, sintiendo el roce de la piel de Miguel. La escena duró hasta que llegó la abuela buscando calcetines que lavar. Entró a la pieza, los vio, tomó al Miguel de las mechas y con una fuerza insólita lo arrojó fuera, desnudo, erecto; como un perro en leva, al que acaban de corretear. Carlos estaba seguro de que su abuela nunca hablaría de aquello, y nunca lo hizo. Lo cierto es que al verano siguiente su prima no volvió.
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